Don Orlando en el barreal

José David Guevara

jguevara@elfinancierocr.com

Aquella barra de carajillos y adolescentes esperó desde buena mañana a que el cielo se pusiera color tizón y empezara a llover como tinaja con agujeros para dar inicio a la mejenga.

Tenían razón de proceder así, pues el domingo pasado la pequeña comunidad de Chircó, en Lagunilla de Santa Cruz, Guanacaste, amaneció con un sol más encendido que vino de coyol y -por ende- con temperatura de horno de barro.

Por eso, en cuanto los truenos empezaron a opacar el canto de los gallos trasnochados y el mugido del ganado, los diez enamorados del fútbol saltaron a una cancha que no es más que un lote entre dos casas, equipado con marcos construidos con ramas. Se trata de una propiedad ubicada a la vera de un camino de lastre por donde transitan más motos y bicicletas que carros motorizados.

El grupo se dividió en dos equipos y jugó con un balón de cuero número tres que no cesó de ir de un lado a otro; parecía un caballo chúcaro que corría sin rumbo fijo bajo un aguacero que a ratos hacía recordar la historia del arca de Noé. Ahora se estrellaba contra la copa de un árbol indio desnudo. Luego rozaba una de las cercas de púas. De pronto rebotaba contra una macolla de monte. Continuamente caía en picada sobre un charco y salpicaba con lodo los rostros de algunos mejengueros.

La bola también sacudía los postes de los marcos, quedaba en medio de un...

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