Aquel 24 de diciembre

Roberto García H.

roberto.comunic@gmail.com

En la época de nuestra infancia, cuando llegaba diciembre, surgía la paradoja. En lugar de acercarse, la noche de Navidad parecía cada vez más distante. Sería por la ansiedad. Por la ilusión. Por la expectativa de recibir, al menos, dos o tres regalos de las tantas peticiones escritas en la carta al Niño Dios.

Por fin, tras el atardecer del 24 de diciembre, se insinuaba la oscuridad. Entonces, a los chiquillos nos mandaban a dormir (con un ojo abierto)? Tictac, tictac, tictac?

Por ahí de la medianoche, en el vano de la puerta de la habitación que compartía con mi hermano mayor, se recortaba la silueta del Niño Dios, quien ingresaba silenciosamente a colocar los regalos, al pie de nuestros respectivos catres.

Luego, el mítico personaje salía de puntillas. De inmediato, un olor a cuero curtido, sin estrenar, comenzaba a impregnar la pequeña atmósfera de nuestra habitación. Con la emoción contenida, mi hermano y yo nos levantábamos sigilosamente, para no ser descubiertos.

Aún conservo la indescriptible sensación de felicidad que me causó palpar en la oscuridad mi primera pelota de fútbol, una reluciente Criolla, la emblemática marca oficial de los balones profesionales en los años 60.

Horas más tarde, al amanecer, mi balón piel caoba rodaba y volaba sobre el zacate del potrero de San Francisco de Calle...

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