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En su momento la noticia le dio la vuelta al mundo. Hoy el hecho ha sido olvidado.

Estamos en una barriada de Río de Janeiro. Se juega el Campeonato Mundial de Fútbol Argentina 1978. La madre pone en brazos del padre a su bebé de semanas, para que este lo arrulle.

Lo que no advierte es que el padre es un energúmeno, tenso, crispado, la mirada clavada en la pantalla del televisor, presto a estallar como el Krakatoa, maldiciendo a cada momento e insultando a los jugadores, en suma, un ser enajenado que no tiene conciencia de lo ha sido depositado entre sus brazos. Se enfrentan Brasil y Perú.

El marcador está en cero. La crispación del hombre, su electricidad, su explosividad no cesan de incrementarse. El árbitro sanciona un tiro libre a favor de Brasil. No había razón para rasgarse las vestiduras: la distancia era excesiva, el ángulo incómodo, la realización de la falta implausible, la jugada no ofrecía la posibilidad real de gol.

Pero he aquí que cobra el zurdo Dirceu, especialista en este tipo de faltas. ¡Y para estupor de todo el mundo el balón se cuela en el ángulo superior izquierdo del portero! Precisamente porque el gol no era en modo alguno previsible o inminente, causó un estallido de alegría aún más violento.

¿Y qué hace el hombre? Salta como un demonio, grita exultante? y tira al niño con todas las fuerzas de sus brazos contra el techo. La criatura muere...

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