Opinión: Abundan los balones, escasean las plazas

La escena era recurrente: el balón de cuero caía en alguna de las graderías del estadio y era atrapado de inmediato por un aficionado que corría como loco, y entre silbidos, carcajadas y aplausos, en busca de algún rincón seguro para desinflar la redonda, esconderla bajo su ropa y llevársela a casa luego del pitazo final.Una y otra vez se escuchaba la voz de un locutor por los altavoces, suplicando que devolvieran la bola para reiniciar el partido. Algunos jugadores se acercaban a la malla que rodeaba la cancha y le pedían a los hinchas que por favor colaboraran con la continuidad del juego. Los árbitros detenían sus cronómetros a la espera de que la hija pródiga retornara a la gramilla.Sin embargo, la magia de la desaparición le ganaba la partida al milagro de la devolución, por lo que al equipo de casa no le quedaba más que aportar otro balón para que se reanudaran las acciones. Los utileros cruzaban los dedos para que esa bola no corriera la misma suerte de la primera, lo cual sucedía con frecuencia.Fui testigo de esa situación una y otra vez en los años setenta, una época en la que los equipos de fútbol perdieron muchas bolas debido a la abundancia de jugadores, en especial defensas rudos, que no salían jugando, tocando la pelota, sino que la rechazaban de puntazo pues el objetivo era alejar el peligro en...

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